Yoli
Mi refugio
domingo, 17 de noviembre de 2013
martes, 4 de diciembre de 2012
Una solución. Manuel Vicent
Una solución
Las flechas aciagas que la vida nos lanza casi ninguna da en el blanco. Caen a nuestro alrededor y somos nosotros los que las arrancamos del suelo y nos las clavamos
Un día en el café Gijón sorprendí a un poeta maldito, absorto en sus pensamientos. Le pregunté si la gravedad de su rostro obedecía a que estaba elaborando algún verso insigne. “Así es”, me contestó. “En este momento me debato en la duda de pegarme un tiro en la boca o tomarme un helado de fresa”. En el monasterio de Kopan, en el valle de Katmandú, me dijo un Maestro Venerable: si quieres saber hasta qué punto eres feliz y no lo sabes, cómprate una libreta y apunta en ella cada noche cinco pequeños hechos agradables que te hayan sucedido durante el día. Anota solo las sensaciones placenteras insignificantes, las alegrías ínfimas, no los sueños desmesurados. Esta mañana me ha despertado el sol en la ventana y he comprobado que esta vez no me dolía la espalda. El perro me ha saludado con el rabo. El dueño del bar, donde suelo desayunar hojeando el periódico, hoy se ha negado a cobrarme la ración de churros. He leído la crónica deportiva: ayer ganó mi equipo. El autobús ha llegado puntual y en la parada me han conmovido las palabras de amor que una madre le dirigía a su niña que se iba al colegio. Le he preguntado al médico por los análisis y me ha dicho que todo está bien. Al llegar a casa después del trabajo me arrellano en el sillón para ver una película en la tele mientras me tomo un gin-tonic.El Maestro Venerable aseguró que después de un tiempo en esa libreta se habrá formado un tejido básico de actos felices, de sutiles placeres efímeros, muy consistente, que sin darnos cuenta sustenta firmemente toda nuestra vida y de paso resuelve la duda del poeta. De momento bastará con un helado para evitar que se pegue un tiro. Puede que esto no sea más que esa charlatanería que se expande mientras arden las consabidas barritas de almizcle e incienso y que solo sirve para olvidar la terrible crueldad e injusticia que nos rodea. Pero el Maestro Venerable, en medio de aquel aire transparente que bajaba del Himalaya, dijo que todas las flechas aciagas que la vida nos lanza casi ninguna da en el blanco. Caen a nuestro alrededor y somos nosotros los que las arrancamos del suelo y nos las clavamos en el corazón, en la mente o en el sexo. Tal vez esta enseñanza podría servir al poeta para enhebrar uno de sus versos más excelsos: sale el sol, estoy vivo.
martes, 23 de octubre de 2012
domingo, 23 de septiembre de 2012
Promo Discovery MAX
Yo he peleado con cocodrilos
Me he balanceado sobre un hilo cargando más de 500 kilos
Le he dao la vuelta al mundo en menos de un segundo
He cruzao 100 laberintos y nunca me confundo
Respiro dentro y fuera del agua como las focas
Soy a prueba de fuego, agarro balas con la boca
Mi creatividad vuela como los aviones
Puedo construir un cerebro sin leer las instrucciones
Hablo todos los idiomas de todos los abecedarios
Tengo más vocabulario que cualquier diccionario
Tengo vista de águila, olfato de perro
Puedo caminar descalzo sobre clavos de hierro
Soy inmune a la muerte
No necesito bendiciones porque siempre tengo buena suerte
Ven conmigo a dar un paseo por el parque
Porque tengo más cuentos que contarte que García Marquez
Por ti, todo lo que hago lo hago por ti
Es que tú me sacas lo mejor de mí
Soy todo lo que soy
Porque tú eres todo lo que quiero (x2)
Puedo brincar la cuerda con solo una pierna
Veo en la oscuridad sin usar una linterna
Cocino lo que quieras, yo soy todo un chef
Tengo sexo 24/7 todo el mes
Puedo soplar las nubes grises pa que tengas un buen día
También se como comunicarme por telepatía
Por ti, cruzo las fronteras sin visa
Y le saco una buena sonrisa a la "Mona Lisa"
Por ti, todo lo que hago lo hago por ti
Es que tú me sacas lo mejor de mí
Soy todo lo que soy
Porque tú eres todo lo que quiero (x2)
Muerte en Hawaii (Calle 13)
miércoles, 29 de agosto de 2012
El maestro de escuela y aquel niño.
Manuel Vicent 15/07/2012 El PAIS
Albert Camus dedicó el discurso del Premio Nobel, en Estocolmo, a su maestro de escuela primaria, el señor Germain, y después de la ceremonia le escribió una carta muy emotiva para expresarle cuánto le debía de ese honor que acababa de recibir. “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, no hubiera sucedido nada de esto… Sus esfuerzos, el corazón generoso que usted puso en ello, continuarán siempre vivos en uno de aquellos escolares, que pese a los años no ha dejado de ser su alumno agradecido”. Aquel maestro de primaria se había empeñado en que un alumno lleno de talento, que se llamaba Albert Camus, estudiara el bachillerato; lo había preparado a conciencia, había vencido la reticencia de aquella familia de toneleros que se negaba a darle estudios porque necesitaba que el chaval llevara dinero a casa; el maestro le acompañó en tranvía al examen de ingreso, esperó el resultado sentado en un banco en la plaza del instituto y luego se desvivió para que le concedieran una beca. Era un chico espabilado, hijo de una madre sordomuda, de un padre muerto en la batalla de Verdun en la I Guerra Mundial y que crecía en el barrio obrero de Bellcourt en Argel, entre árabes pobres y franceses subalternos, al cuidado de una abuela. El maestro señor Germain le contestó a la carta: “Creo conocer bien al simpático hombrecillo que eras. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. El éxito no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo el mismo Camus”.
En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un niño superdotado que se encontró con un buen maestro como el señor Germain. Por los ventanales de la escuela de un pueblo perdido salía la cantinela de la tabla de multiplicar, con la lluvia en los cristales, según los versos de Machado. Tal vez el niño llegaba a la escuela municipal en invierno atravesando el campo a pie bajo la nevada y en el aula con un dedo lleno de sabañones señalaba en el atlas abierto mares e islas, que a buen seguro nunca podría navegar. O tal vez jugaba en un descampado en las afueras de la ciudad con otros golfillos si más horizonte que el de ser un perdedor el resto de su vida. En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un maestro de escuela que un día puso la mano en el hombro de ese niño e hizo todo lo posible para que su talento no se desperdiciara. Convenció a los padres, pobres y analfabetos, de que su hijo debía estudiar y lo preparó personalmente para el ingreso en el instituto.
Hoy es un famoso arquitecto. Tiene 59 años. Ha levantado edificios en Brasil y en Singapur. En el álbum de fotos que contempla ahora junto con sus tres nietos aparece la imagen de un niño muy bien peinado con la raya partida, sonriente, con chaqueta y corbata al lado de un hombre mayor que le pone la mano en el hombro. Los nietos le preguntan quién es ese señor desconocido. Fue la foto que se hizo en el parque el día que aprobó el ingreso en el bachillerato. Todos los éxitos que ha tenido este arquitecto en la vida proceden de aquella mañana en que su destino tomó el sendero apropiado. En la escuela del pueblo quedaron otros compañeros que no pudieron estudiar y que hoy juegan al tute en el hogar del jubilado con gorra y jersey de pico. En el descampado del barrio marginal de la ciudad siguen hoy otros chavales jugando como perros sin collar a merced de la fortuna.
En cualquier tiempo, hubo un niño superdotado que se encontró con un buen maestro como el señor Germain
Era un día de junio. El niño se levantó temprano. Su madre le lavó la cara y el pelo con jabón en una palancana en el corral, le fregó la roña de las rodillas con un estropajo, le ayudó a vestirse con los pantalones cortos, la chaqueta, la camisa blanca y la corbata, todo nuevo, estrenado para el caso. El padre se despidió de su hijo sin palabras antes de ir al campo a trabajar de jornalero. El maestro acompañó a este niño en el tren hasta la ciudad. En el vestíbulo del instituto lo dejó en medio de la ruidosa algarabía de otros niños que eran vástagos de la burguesía ciudadana. El niño se sentó por primera vez en un pupitre y esperó las preguntas del examinador. Lengua, historia, geografía, matemáticas. A la salida del examen el maestro de escuela se lo llevó a tomar un bocadillo y un refresco a un aguaducho del parque. Allí posaron juntos para una foto del pajarito con palomas a los pies. El arquitecto repasa el álbum y recuerda a sus nietos que aquel día fue el más feliz de su vida. El maestro se llamaba don Manuel y ya hace mucho tiempo que ha muerto.
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